Concibo a la educación
como un fenómeno complejo, esencialmente humano; en permanente cambio
determinado por un conjunto de variables y en el cual intervienen
diversos actores. La educación es una obra de arte y el docente es un actor que produce.
Las actividades
educativas adoptan distintos modos de organización social según el
volumen y el contenido concreto del conocimiento cultural.
Se puede pensar, por un lado, los pasos para llegar a una meta que en
las sociedades primitivas usaban estrategias de educación de los
jóvenes, en un extremo; y en el otro, las sociedades desarrolladas en
las que se han creado instituciones específicas para la educación de
niños, jóvenes y adultos, diferenciadas en sus finalidades, aspectos
organizativos y curriculares, en un encuadre de políticas educativas que
orientan las acciones hacia el ideal de hombre y sociedad a la que se
aspira.
En el acto
educativo que tiene lugar en una dimensión, espacio temporal, social y
cultural, se focalizan tres polos que rotan alrededor de un eje y que
tienen planos protagónicos cambiantes: el docente, el alumno y el
conocimiento.
Al hablar de
conocimiento me refiero no sólo a los saberes que un sujeto ha de
construir durante toda su vida, sino específicamente a los que las
instituciones de educación formal pretenden que se logre y que la
sociedad legitima. El conocimiento es entonces el gran
protagonista de este siglo y el acceso a él, el gran problema ya que se
concibe como un proceso que se desarrolla a lo largo de toda la vida y
en el que las necesidades son cambiantes.
El alumno
deberá lograr conocimientos científicamente válidos, socialmente
aceptados, técnicamente adecuados, éticamente deseables desde su
comunidad cultural.
Estos conocimientos se
manifiestan en términos de competencias a desarrollar a lo largo de su
vida y lo perfilan como persona. Y aquí deberá estar la respuesta que
determinará todo el quehacer educativo: ¿para qué enseñamos?, las
finalidades de la educación, la formación de la persona y del ciudadano
contestan la interrogante.
Pero también importa el conocimiento que el docente tiene de sí mismo; su aptitud, grado de profesionalización y calidad de persona.
Cualidades éstas que se traducen en los distintos ámbitos de saberes:
el conocimiento de la disciplina, de la teoría de la educación, de las
formas de planificar la enseñanza, las estrategias de gestión de la
clase, el conocimiento de sus alumnos, la institución y el medio en que
se encuentra, de los materiales didácticos e informáticos, la gestión de
la evaluación, las estrategias comunicacionales.
La acción profesional
tiene una intencionalidad o un fin. El carácter de las profesiones según
Adela Cortina, tiene relación con la promoción de la vida buena, en un
contexto institucional, como una actividad que tiene un fin en sí misma.
Las condiciones sociales, estructurales, culturales y
personales en que hoy desarrollamos nuestra acción profesional, van
mostrando las dificultades de ejercer una ética profesional de la
docencia, debilitada por una racionalidad instrumental imperante, con
ausencia de fundamentación y argumentación a principios universales de
reglas establecidas.
Se concibe a la
ética como el análisis sistemático, crítico y formal de la conducta
humana para discernir entre lo bueno y lo malo; es la justificación de
las normas criterios y valores y de la fundamentación de los juicios de
valor moral. La ética kantiana se estructura en torno al principio de actuar conforme al deber, que la conciencia humana -la razón práctica- se impone a sí misma mediante el imperativo categórico: “obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”.
Kant sostiene que ésta es la única ética racional digna del ser humano,
que no prescribe nada concreto, nada material por tanto, y que sólo
impone un motivo formal a la voluntad, válido para todo hombre y para
cualquier ocasión (universal y necesario): no hay intereses ni egoísmos,
sino sólo la buena voluntad de actuar de acuerdo con el deber.
A esta ética llama Kant
“formal” y “autónoma”, mientras que considera que las restantes son
“materiales” y “heterónomas”, por cuanto en ellas la voluntad humana se
determina a obrar por motivos prácticos. La ética kantiana
dignifica la voluntad y la persona humana, pero históricamente se la
considera rigorista, vacía de los valores por los que actúan las
personas y no apta para fundar un comportamiento moral que tenga en
cuenta seres no humanos.
En épocas recientes la
teoría de la justicia propuesta por J. Rawls, que se inspira
abiertamente en Kant y en las doctrinas contractualistas, esto es,
aquellas que proponen que los principios éticos son de libre convención,
y que pretende superar los inconvenientes del utilitarismo, aunque se
refiera directamente a la fundamentación de la sociedad, puede aplicarse
también a la ética desde los principios de la justicia. El utilitarismo se sistematiza en torno a las finalidades humanas y la valoración de sus consecuencias.
El Docente planifica su acción en el marco de un proyecto pedagógico inserto en otro institucional. Maestros
y alumnos interactúan en torno a los saberes en el cumplimiento de sus
roles, donde existe una organización del espacio, una forma de
distribuir el tiempo, un determinado uso de los recursos.
La práctica educativa,
-que ha de entenderse como reflexiva-, tiene un antes y un después. Se
rechaza al enseñante y se prefiere al docente educador que planifica sus
intervenciones en secuencias didácticas, que promueve la resolución de
problemas, la comprensión y la participación de los alumnos en la
construcción de sus aprendizajes; que organiza la clase de forma que se
favorezcan los trabajos grupales sin descuidar tiempos individuales de
acercamiento entre el sujeto y el objeto de conocimiento, así como las
instancias de exposición, que tampoco deben faltar en una clase.
Hacer una puesta sobre
la Ética profesional en la docencia o de la profesionalización docente
sin evocar los referentes que hemos tenido es complejo y estaría cargada
de subjetividad. A partir de los aportes que desde la teoría hemos
recibido recuerdo a Giroux cuando menciona que la profesión de
enseñar es la historia de la tensión dinámica entre la conservación de
la cultura y el desarrollo de una conciencia crítica.
El escenario en
que se desarrolla el trabajo de los docentes en este siglo XXI se
caracteriza por un continuo proceso de cambio que compromete las
previsión del futuro:
cambios en el conocimiento y la información, los sistemas de
producción, el mercado de trabajo, el consumo, la regulación de las
relaciones sociales y políticas. Las instituciones educativas no son
ajenas a este mundo, y a los docentes se les hacen difíciles los
desafíos que se les presentan así como dar respuesta a las exigencias y
responsabilidades que se les requieren.
Un docente
responsable de la formación integral de sus alumnos, autónomo, creativo y
éticamente comprometido con la formación de valores deberá buscarse
mecanismos que amortigüen su tensión y vulnerabilidad.
No es posible reducir la comunicación maestro-alumno a la transmisión
aséptica de contenidos, también los sentimientos, los hábitos y las
ideologías se transmiten inconscientemente en las palabras, en las
miradas. Mucho ha cambiado la educación, pero algo permanece, y es la influencia que ejerce el docente en el alumno.
Es lo que Ortega y
Gasset llamaba “saber estar a la altura de los tiempos”, la conciencia
crítica de la ética frente a las manipulaciones intempestivas de los
arrebatos de la globalización económica y de la crisis cultural de la
posmodernidad.
La ética
profesional docente presupone autonomía y supone el conocimiento de la
existencia de una organización social de tipo colectivo a la que el
educador pertenece; por ello, la tarea está cargada de responsabilidad
ética,
obligado a reconocerse como autor de sus actos, ante sí mismo y ante la
sociedad, de modo que la responsabilidad es condición necesaria del
ejercicio de la toma de decisiones ante los desafíos de educar y la
tarea a realizar en el aula, proporcionando una secuencia flexible de
propuestas en torno a las características y necesidades de cada alumno quien tiene un papel relevante a la hora de fijar los objetivos.
Una persona que se
desempeñe como maestro teniendo una ética profesional entiende que la
finalidad de la escuela es la preparación de personas comprometidas,
participativas, solidarias, reivindicativas y preocupadas por el
entorno. Enfatizando la educación del reconocimiento de los valores,
aceptando el compromiso de la atención a la diversidad con una misión
más formativa de carácter intelectual como herramienta para una
reflexión de:
o Centrar al alumno como persona promoviendo los procesos de autonomía en el aprendizaje;
o Incorporar el pensamiento complejo en los contenidos;
o Replantear los modelos de evaluación como mera repetición del conocimiento;
o Actuar cada vez mejor en la práctica, de manera inteligente (Cullen).
Prof. Cora Amorin Gonzales
Maldonado - Uruguay
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